Por: @Zavila
Estos días he pensado mucho en el modelo de mujer que soy para mi hija. La veo crecer, y cada día que pasa es evidente que me observa con detenimiento y me imita en cosas aparentemente superficiales (como mi manera de hablar y de vestir, mi manía de decir gracias por todo y a todos), así como en cosas más de fondo (actitudes, reacciones, posturas frente a una u otra cosa). Y entonces, he comenzado a cuestionarme mucho. A pensarme más como mujer, no tanto como madre, esposa o hija. A observarme, simplemente como el ser que soy y a preguntarme por los mensajes tácitos que le trasmito, por mi amor propio y mi autoestima, por la visión que tengo de mi cuerpo y de la belleza, por el ser humano femenino que soy a diario, no racionalmente sino realmente. Tratando de verme sin juzgarme, buscando identificar, con claridad y sin excusas, mi lugar en este mundo, con el único fin de sentirme tranquila y cómoda, no para ser un modelo "perfecto" o " bueno" de mujer (no creo que eso realmente exista) sino para que a través del encuentro conmigo misma pueda llegar a estar más conectada y a ser más auténtica, más honesta y real, más humana e imperfecta. Ojalá algún día lo logre, por que se que este es el camino que me exige mi existencia y que le debo a mi hija.
Paseando por la blogósfera me topé con este post de Proyecto Alegría, que a propósito de este tema, reproducía una carta que Kasey Edwards escribió para su mamá. Me ha parecido clara, fuerte y reveladora, por eso la comparto aquí nuevamente, como una oportunidad de abrir los ojos y observarnos como seres humanos y como modelos de hombres y mujeres que somos para nuestros pequeños hijos.
“Querida mamá,
Cuando tenía 7 años descubrí que eras gorda, fea y horrible. Hasta ese momento había creído que eras preciosa – en todos los sentidos de la palabra. Me recuerdo ojeando viejos álbumes y mirando fotos tuyas sobre la cubierta de un barco. Llevabas puesto un bañador blanco sin tirantes que me parecía súper glamuroso, parecías una estrella de cine. Cada vez que tenía oportunidad sacaba de tu último cajón ese maravilloso bañador blanco e imaginaba el día en que sería lo suficientemente mayor para llevarlo; el día en que me parecería a ti.
Pero todo eso cambió una noche en que, vestidas las dos para ir a una fiesta, me dijiste: “Mírate, tan delgada, tan guapa y tan preciosa. Y mírame a mi, gorda, fea y horrible.”
Al principio no entendía qué querías decir. “Tú no estás gorda” te dije con fervor e inocencia, “Sí, cariño, yo siempre he estado gorda, incluso cuando era niña”.
En los días que siguieron tuve algunas revelaciones dolorosas que han marcado toda mi vida. En los días que siguieron aprendí que:
1. Efectivamente debías estar gorda porque las madres no mienten.
2. La gordura es fea y horrible.
3. Cuando creciera me iba a parecer a ti y por lo tanto yo también sería gorda, fea y horrible.
Años más tarde recordé esta conversación y todas las que le siguieron y te maldije por sentirte tan poco atractiva, por ser tan insegura y por considerarte tan poco valiosa. Porque, como mi primer y más importante modelo a seguir, me enseñaste a pensar lo mismo sobre mi persona.
Con cada mueca de disgusto que dedicabas a tu imagen en el espejo, con cada nueva dieta milagrosa que iba a cambiar tu vida, con cada cucharada culpable de “realmente-no-debería”, aprendía que las mujeres debían ser delgadas para ser validas y merecedoras. Las chicas tienen que privarse porque su mayor contribución al mundo es su belleza física.
Al igual que tú, he pasado mi vida sintiéndome gorda. ¿Pero cuándo se convirtió la gordura en un sentimiento? Y porque pensaba que estaba gorda, sabía que no era valida.
Pero ahora que soy más mayor y que yo también soy madre, sé que culparte por el odio que siento hacia mi cuerpo es inútil e injusto. Ahora puedo entender que tú también eres producto de un largo y nutrido linaje de mujeres a las que enseñaron a despreciarse a si mismas.
Fíjate en el ejemplo que la yaya sembró en ti. A pesar de poseer ese tipo de belleza y elegancia que solo puede considerarse como esquelética, estuvo a dieta todos y cada uno de los días de su vida hasta el día en que murió con 79 años. Solía maquillarse incluso para salir a coger las cartas del buzón por miedo a que alguien pudiera verla sin pintar.
Recuerdo su “compasiva” respuesta cuando le anunciaste que papá te había dejado por otra mujer. Su primer comentario fue “No puedo entender por qué te ha dejado. Te cuidas y te pintas los labios. Y es verdad que tienes sobrepeso, pero no tanto.”
Antes de irse, papá tampoco te proveyó de ningún bálsamo para calmar tu tormento sobre tu aspecto físico.
“Jesús, Jan” le oí decirte “No es tan difícil. Energía hacia dentro contra energía hacia afuera. Si quieres perder peso solo tienes que comer menos.”
Durante la cena de esa noche te vi poner en práctica la cura para perder peso de papá. “energía hacia dentro contra energía hacia afuera: Jesús, Jan, ¡come menos!”. Habías preparado chow mein para cenar y a todos nos serviste en platos llanos, a todos excepto a ti misma. Tu ración de Chow Mein la serviste en un platillo de café.
Mientras estabas sentada delante de esa patética ración de comida te resbalaban lágrimas silenciosas por las mejillas, y yo no te dije nada. Ni siquiera cuando tus sollozos aumentaron de intensidad y hacían que te temblaran los hombros. Nosotros nos comimos nuestra cena en silencio. Nadie te consoló. Nadie te dijo déjate de ridiculeces y sírvete una ración decente en un plato decente. Nadie te dijo que ya eras amada y merecedora de ese amor. Tus logros y tu valía – como profesora de niños con necesidades especiales y como dedicada madre de 3 hijos – palidecían hasta hacerse insignificantes comparados con los centímetros de cintura que no podías perder.
Me rompió el corazón ser testigo de tu desesperación y siento no haber corrido a defenderte. Ya había aprendido que el hecho de que estuvieses gorda era culpa tuya. Había incluso oído a papá decir que perder peso era un proceso “simple” y aún así tú no parecías ser capaz de entenderlo. La lección obtenida fue que no te merecías comer más y desde luego no te merecías ninguna simpatía.
Pero estaba equivocada, mamá. Ahora entiendo lo que significa crecer en una sociedad que dice a sus mujeres que la belleza es lo más importante mientras al mismo tiempo establece unos parámetros de belleza que están permanentemente fuera de su alcance. También conozco el dolor de haber interiorizado estos mensajes. Nos hemos convertido en nuestros propios carceleros y nos infligimos nuestros propios castigos por no estar a la altura. Nadie es más cruel con nosotras que nosotras mismas.
Pero esta locura tiene que acabar, mamá. Termina contigo, termina conmigo, y termina ahora mismo. Nos merecemos más – mucho más que un montón de días arruinados por pensamientos negativos sobre nuestros cuerpos deseando que pudiesen ser de otra manera.
Porque ya no tiene que ver solo contigo y conmigo, ahora también tiene que ver con Violet. Tu nieta solo tiene 3 años y no quiero que el odio hacia su propio cuerpo eche raíces dentro de ella y estrangule sus posibilidades de ser feliz, su confianza en si misma y su potencial. No quiero que Violet piense que su belleza es su mayor virtud; que será la que defina su valía para el mundo. Cuando Violet nos mire para aprender cómo ser mujer, tenemos que ser los mejores modelos posibles. Tenemos que enseñarle con nuestras palabras y acciones que las mujeres somos suficientemente buenas tal y como somos. Y para que nos crea, tenemos que creérnoslo nosotras.
Cuanto más mayores nos hacemos más son las personas amadas que hemos perdido debido a accidentes o enfermedades. Sus muertes son siempre una tragedia y suceden demasiado pronto. A veces pienso en lo que estos amigos – y las personas que les amaban – no darían por poder pasar un poco más de tiempo en un cuerpo sano. Un cuerpo que les permitiría vivir un poco más. El tamaño que tendrían los muslos de ese cuerpo o las arrugas que tendría esa cara, no tendrían ninguna importancia. Sería un cuerpo vivo y por lo tanto perfecto.
Tu cuerpo también es perfecto. Te permite conquistar a una habitación entera con solo una de tus sonrisas y contagiar a todo el mundo que haya en ella con tu risa. Te permite tener brazos con los que rodear a Violet y achucharla fuerte hasta que no puede parar de reír. Cada momento que pasamos preocupándonos por nuestros “defectos” físicos estamos malgastando una preciosa rebanada de vida que no podremos recuperar.
Honremos y respetemos nuestros cuerpos por todo lo que nos permiten hacer en vez de despreciarlos por su apariencia. Concentrémonos en vivir vidas saludables y activas, dejemos que el peso caiga donde tenga que caer y consignemos al pasado, que es donde pertenece, el odio hacia nuestros cuerpos.
Cuando hace todos esos años miraba esas fotos tuyas con el bañador blanco, mis ojos inocentes aún podían ver la verdad. Yo veía amor incondicional, belleza y sabiduría. Veía a mi madre.
Te quiero
Kasey”
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