Por: @Mousikh
Hace ya tiempo que me apetecía contar mi experiencia con la lactancia en el blog. Es cierto que en varias ocasiones he hablado en general sobre la lactancia y que en agosto, cuando se celebró la Semana Mundial de la Lactancia Materna en muchos otros países del mundo, compartí con vosotr@s las emociones que generaba en mí el amamantar a mi Pequico, en el post Piel con piel. Pero me faltaba plasmar aquí cómo ha sido (y está siendo) nuestra historia de lactancia. Así que he pensado que, ya que del 1 al 8 de octubre se ha celebrado esta semana a nivel europeo, qué mejor ocasión para contaros cómo fueron nuestros inicios con ella.
Como ya conté aquí, mi parto fue inducido y finalmente acabó en cesárea. Y si bien cuando, tras la larga espera en reanimación, pude por fin reencontrarme con mi pequeño, me sentí la mujer más dichosa del mundo; conforme fueron pasando las horas, la sombra de la duda comenzó a planear amenazante sobre mí, empezaron a acudir a mi mente muchos porqués que no tenían respuesta y fui comprobando como la cicatriz que adornaba mi vientre había ahondado más allá de mi piel. Sin embargo, el poder dar de mamar a mi hijo fue para mí una experiencia sanadora, que me ayudó a encontrarme como madre, dentro de aquella mujer herida, agotada, dolorida e insegura que salió del quirófano. Por eso he titulado este relato como El mejor de los regalos, no ya porque considere que la lactancia materna es el alimento más idóneo para un bebé o porque quiera destacar sus, de sobra conocidos, beneficios para él; sino porque para mí, el amamantar a mi pequeño, fue un auténtico regalo, el que me sanó de mis heridas, el que me devolvió todo aquello que sentía que me habían arrebatado en mi parto.
Desde que me quedé embarazada y antes de conocer las virtudes de la lactancia materna, tenía claro que quería amamantar a mi bebé. Siempre que había visto a una madre amamantando a su hijo, me había parecido una estampa idílica y maravillosa, un acto de amor. Por aquel entonces no conocía el término “lactancia materna prolongada” ni me planteaba cuánto tiempo daría de mamar, pero esperaba con todas mis fuerzas poder hacerlo, con las mismas que también hubiera deseado poder dar a luz a mi pequeño. De hecho cuándo alguien me preguntaba si pensaba dar el pecho o biberón, me sorprendía la pregunta; “el pecho”-respondía, qué si no; aunque empezó a hacer mella la inseguridad, o tal vez la supersticiosa que llevo dentro, y pronto añadí la coletilla “si puedo, claro“. Y también recuerdo, a pesar de que me decían que no servía para nada, con qué ilusión me aplicaba una conocida crema en los pezones, durante todo el embarazo, con la esperanza de evitar la aparición de las tan temidas grietas…
Sin embargo, como ocurre después de tantas cesáreas, el inicio no fue del todo sencillo y se fueron cruzando diversas circunstancias que perfectamente podían haber hecho fracasar nuestra lactancia. Espero de corazón, que mi experiencia pueda ayudar a otras madres que pasen por una situación parecida. La primera dificultad con la que nos encontramos fueros esas terribles y eternas horas que transcurrieron hasta que pude tener a Pequico entre mis brazos para ofrecerle mi pecho, y que yo sabía que eran fundamentales para establecer con éxito la lactancia. Recuerdo también lo complicado que resultó encontrar una posición en la que poder amamantarlo. Sólo alguien que haya pasado por ello sabe lo difícil y doloroso que es encontrar “la postura” en esa camilla incómoda, con el dolor de los puntos que apenas te dejan moverte. A pesar de que no tuvimos ninguna ayuda por parte del personal sanitario, entre mi marido y mi madre, consiguieron colocar de forma satisfactoria a Pequico en mi regazo y él hizo el resto. Fue increíble ver cómo aquel cuerpo tan diminuto y que apenas se movía, se agarró con tanta rapidez e intensidad a mi pecho y empezó a mamar con avidez, como si llevara haciéndolo toda la vida.
Yo sentía una mezcla de placer y de dolor. Me hacía muy feliz volver a sentirnos uno solo, pero es cierto que cuando mamaba, los entuertos eran más fuertes y los puntos de la cesárea me dolían a rabiar, había veces que veía las estrellas. Por suerte, Pequico nos salió avispado y debió engancharse de forma óptima, porque no tuve que vérmelas con ninguna grieta, aunque sí que había ratos, cuando las tomas eran muy seguidas, en los que me notaba la zona más sensible y un poco irritada.
Como yo había estado hipoglucémica durante gran parte del parto también le controlaban a él la glucemia, y al salirle un poco baja, nos instaron a darle un dedín de biberón para que le subiera. Después, mi pequeño volvió a engancharse tan ricamente a su teta, pero yo empecé a llenarme de miedos: ¿y si tardaba demasiado en subirme la leche? ¿y si tenía que darle algún biberón más? ¿y si eso era el fin de nuestra lactancia? Los días siguientes mi preocupación fue a más, todo el mundo parecía extrañarse de que aún no me hubiera subido la leche (cuando lo normal después de una cesárea es que tarde un poco más, en lugar de dos a tres días, de cuatro a cinco) y Pequico parecía perder peso a una velocidad mayor de la normal. Yo soltaba charlas sobre que todo era normal, que el calostro era muy concentrado y nutritivo, que el biberón podía dar al traste con todo, pero en mi fuero interno cada vez me asaltaban más temores. Sólo de pensar en que no pudiese dar de mamar a mi hijo, se me venía el mundo abajo. Si finalmente hubiera sido así, supongo que me habría adaptado y lo habría superado, pero en aquellos momentos, sensible, con una anemia galopante, las hormonas revolucionadas, las mil y una dudas que me acechaban, sentía como se acrecentaba mi sentimiento de culpa y la seguridad en mí misma comenzaba a fallarme. Por eso, cuando el pediatra me dijo que Pequico había perdido más del 10% de peso, que se consideraba normal, y que tenía que suplementar cada dos tomas con dos dedos de un biberón, he de confesar que lo viví como una tragedia. De hecho, tuvo que dárselo su papá, porque yo probé pero me sentí incapaz; tenía que hacer grandes esfuerzos para no llorar cuando lo veía devorar el bibe y escuchaba, “pobrecillo, estaba muertecico de hambre, mira como se lo toma“. Aquellas palabras, que eran dichas sin ninguna mala intención, se me clavaban como puñales afilados en el corazón y me hacían perder la confianza.
Sin embargo, algo quedaba dentro de mí, de la Mousikh de antes del parto. Aquella noche cogí el sacaleches y, el rato que mi pequeño no estaba enganchado a mis pechos, era yo la que no paraba de intentar extraerme leche, con la débil convicción de que antes o después vería manar el preciado líquido; y el comprobar que, efectivamente, comenzaban a salir las primeras gotas, me hizo recuperar la fe y la confianza en mi cuerpo. Al día siguiente, recibimos la buena noticia de que Pequico había aumentado por fin de peso y esa misma tarde yo noté como algo estaba cambiando en mi cuerpo, y por fin, al anochecer tuve la esperada bajada de la leche. El pediatra, aunque en las indicaciones escritas me recomendaban seguir con la lactancia mixta, me dijo que podía continuar sólo con el pecho, y recuerdo la satisfacción que sentí cuando pasaron por la habitación preguntando si necesitábamos algún biberón y yo exclamé un rotundo “no”. También me sorprendió tristemente el comprobar cómo los biberones de ayuda, eran reclamados en tantas otras habitaciones. Como anécdota contaré que el pediatra siempre afirmaba que yo era su paciente favorita, por las ganas que mostraba de poder amamantar a mi hijo (“amamantar es un arte“, me decía); aunque yo solía bromear con mi hermana conque la auténtica razón era, que siempre que me visitaba, me encontraba con la teta fuera.
Lo importante es que la naturaleza se impuso y siguió su curso, permitiéndome el inmenso regalo de poder alimentar a mi hijo con mi cuerpo. Una vez en casa, todo no fue color de rosa pero gracias al apoyo incondicional de mi marido, y a la inestimable ayuda de mi familia, que permitió dedicarme por entero a mi pequeño, pudimos superar las pequeñas dificultades que fueron surgiendo y disfrutar de una lactancia que dura hasta ahora (aunque eso forma parte de otra historia…) Por eso siempre digo, que el éxito de nuestra lactancia es que en casa somos y un equipo formidable.
Sé que muchas veces estos post en defensa de la lactancia, no están exentos de polémica y que son sentidos por algunas mamis que dan biberón, como un cierto menosprecio hacia su papel de madres. Por eso no quiero acabar esta entrada sin aclarar que en mi ánimo no está nunca el menosvalorar o herir la sensibilidad de nadie; si hablo con tanta pasión y vehemencia de la lactancia materna es porque así lo siento y lo vivo cada día. Comprendo perfectamente las dificultades que surgen en los inicios y me siento una gran afortunada de que en nuestro caso, pudiéramos superarlas, también respeto que haya personas que piensen de manera diferente a mí. Pero no puedo desaprovechar esta oportunidad de animaros a todas las futuras mamás que me estéis leyendo a que amamantéis a vuestros hijos: las que por una u otra razón piensen que la mejor opción para ellas es el biberón, por favor que se lo replanteen, que lo intenten, da igual por el tiempo que sea, que no se pierdan esta experiencia porque es única; aquellas que ya lo intentaron y no pudieron, que no cierren la puerta, cada embarazo, cada parto, cada hijo es diferente, nosotras somos diferentes, merece la pena volver a intentarlo, sin condicionarnos, sin presión, sin miedo; y a las que aún no sois madres, no dudéis en asesoraros, buscar ayuda si es necesario y sobre todo no olvidéis que nuestros cuerpos están preparados, “diseñados” para amamantar, confiad en ellos… Quizá algún día sintáis como yo, que al hacerlo, habéis recibido el mejor de los regalos…
Precioso :) ahora mismo te escribo con mi nena dormida al pecho, y estoy genial, sintiéndo/a tan cerca, sabiéndome su fuente de calma, y contagiándome de esa tranquilidad. Yo también he luchado por mi lactancia, que no ha sido sencilla, pero nunca me arrepentiré de ninguno de los momentos vividos. Está siendo una experiencia muy gratificante. Un abrazo!
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