Por: @morganadeleon
Esa ha sido la realidad desde que supe que estaba embarazada, no he parado de llorar y estoy segura que así será hasta quién sabe cuándo…
Cuando ratifiqué mis sospechas de un embarazo, lloré. Eran lágrimas de desconcierto e inseguridad, pues no sabía que pasaría de aquí en adelante; con otros planes en la cabeza y sin empleo, todas la preocupaciones del mundo llegaron, pero el 17 de diciembre de 2008 se fueron, pues ahí, mi llanto fue de felicidad, escuché por primera vez el corazón de un ser pequeñito, alguien que ya tenía vida, pero era tan pero tan pequeño, que todavía no sabíamos si sería una niña o un niño.
Durante los nueve meses, seguí llorando, de alegría, tristeza, confusión, miedo (no puedo negarlo), hasta que llegó el mayor estallido lagrimal que ustedes se puedan imaginar.
El 11 de junio de 2009, tuve todos los tropiezos imaginables para llegar al último control prenatal. La tensión estaba por las nubes y el bebé estaba en riesgo, así que mi ginecóloga (la mejor del mundo, por cierto) dio la orden de hospitalización porque se iba a iniciar una inducción de parto para que Juan Martín viera la luz por primera vez.
Nuevamente, lloré. Mucho tiempo pensando en el nacimiento de mi hijo, anhelándolo y cuando llegó, literalmente, morí de miedo; aunque la verdad, me imaginaba que las terribles contracciones serían peores. Pasaron más de siete horas y la inducción no sirvió. Tenía contracciones, muy fuertes según la monitoría, pero a mí no me dolía nada, pensaba en que tenía hambre (lo sé, muy conchuda yo).
A las siete y algo de la noche, la doctora nos dio la opción de escoger entre seguir en trabajo de parto o hacer una cesárea para poder ver rápido a mi angelito, así que opté por la operación (algo de lo cual aún me arrepiento). Entré a las 9:00 pm, después del que, para mí, sería el último beso de amor… y empezó la travesía, que duró realmente poco.
Después de 24 minutos de escuchar una conversación sobre quién era mejor, si Rafael Nadal o Roger Federer, me dijeron – Mamá, aquí está Juan Martín. Inmediatamente un grito hermoso (el más hermoso percibido por mis oídos hasta el momento) hizo brotar de mis ojos, otra vez, agua salada, más lágrimas, un sentimiento inexplicable se adueñó de mi entendimiento y no podía atinar a nada diferente a llorar de felicidad, pues alguien perfecto y extremadamente bello había llegado a mi vida para hacerla simplemente ideal. Aún lo recuerdo y de nuevo mis ojos se encharcan…
He llorado con cada una de las vacunas y enfermedades de Juan Martín, nada desearía más que ese dolor no lo afligiera a él, sino que lo padeciera yo, soy más grande y fuerte y puedo resistirlo mejor.
En este camino ha habido lágrimas muy dulces, como por ejemplo esas que derramé cuando lo vi ponerte de pie o cuando vi que por primera vez, podía saltar con los dos pies al tiempo, pues entendí que su desarrollo neuronal era óptimo y que a partir de ahí, nada lo detendría. O también, una monumental y extraordinaria, verlo disfrazado de perrito granjero, tomado de mi mano pidiendo dulces y celebrando mis 24 años de vida.
Aunque no sólo los logros de Juan Martín son culpables de tanta lagrimonería, mis logros también me conmueven. Por ejemplo, hacer un disfraz, que quedara bonito y que a Juan Martín le gustara (debo anotar que nunca he sido hábil con las obras manuales) fue grandioso. No sería una buena madre si no admitiera que he aprendido más de mi hijo, de lo que él ha aprendido de mí.
Hoy, terminando estas líneas, dedicadas a la fuente de inspiración y vida que me lleva a ser mejor cada día, estoy llorando, pues no encuentro otra manera de expresar todas las cosas bellas que siento por mi hijo, Juan Martín. Ya sé que las lágrimas de una madre son sagradas, pues ningún otro ser es capaz de llorar de felicidad, nostalgia, tristeza, dolor, ternura… como ella.
Por eso, desde hoy declaro que el único dueño de mis lágrimas será mi bebé, pues sólo él las merece y tengo total certeza que cada una de las gotas saladas que rueden por mis mejillas, serán de felicidad y acompañadas de las consabidas caricias de Juan Martín, esas que me han sacado de las tristezas más profundas, pero eso es historia de otro costal